Tenía un paciente que se consideraba feo y sin atractivos. Se situaba (él mismo) en esa indeseable franja de los hombres solos que están solos porque se supone que no les ha quedado otra opción que estar solos. Tenía dificultades para seducir a una mujer, no importa ahora las causas psicológicas de ello, pero para él esto era muy dramático. Su vida oscilaba aproximadamente entre dos puntos: “tengo pareja”- “no tengo pareja”. Su felicidad dependía de estar situado en el primer punto, pero cuando lo alcanzaba, hacía (inconscientemente) todo lo posible para que las cosas fueran mal. Entonces regresaba al punto aparentemente no deseado.
No voy a indagar en un caso clínico, no interesa aquí, solo quiero destacar como aquello que hablaba lo actuaba. Este hombre tenía una particularidad. Se lamentaba todo el tiempo de su mala suerte, exponía en palabras su supuesta fealdad, comentando todas sus torpezas. Se comparaba con otros hombres aparentemente exitosos y concluía que nunca dejaría de estar solo. Hablaba demasiado. Y no digo que lo hiciese en terapia, que también, pero en ese espacio la palabra tiene un lugar y un discurrir específicos necesarios para aliviar el sufrimiento. El problema era que se presentaba a todo el mundo como un fracasado, regodeándose (aunque él no lo reconociera) en los avatares que habían matizado su melancolía.
No se daba cuenta que cuanto más hablaba de ello a todo el mundo, mas actuaba ese personaje que se había creado. Porque, había que reconocerlo, realmente le salía todo mal. Nuestras palabras, cuando se refieren a nosotros mismos, llevan una sugestión intrínseca. Cuando hablamos mal de nosotros mismos, peor es. Más nos encerramos en aquello que condiciona nuestra manera de hacer y que, si porta sufrimiento, nos hace miserables. Hay que observar como hablamos, romper ese circuito discursivo que envuelve nuestros actos y desarrollar patrones de conducta más sanos.